segunda-feira, 4 de agosto de 2014

INOLVIDABLES - Crónica de Norma Garcia Coirolo (Español)

Inolvidables

Cuando el auto enfiló en la senda bordeada de eucaliptos  que corre paralela al río, cerca de la Boca del Tigre, pase al umbral del pasado y  fueron cayendo una a una las figuras pintorescas, que vivían en el pueblo de mi infancia.

Mis abuelos tenían su casa al lado de la Escuela. Una casa de dos a  las, con un patio central de ladrillos, con macizos de hortensias y retamas, que perfumaban el aire.

Frente a la puerta de la cocina estaba el aljibe, dónde mi abuelo enfriaba las bebidas, sumergidas en un balde, hasta lo profundo del mismo. En el fondo tenía perales y limoneros, enfrentados al galpón, dónde faenaban los cerdos.

A pocos metros de la casa, el río forma un recodo, dónde mi abuelo, al que llamábamos del “Ton Ton”  (sonido que hacía para incentivar al caballo del Sulky), tenía un rancho,  “El Remanso”. Allí él y mi abuela nos llevaban, a mi hermana y a mi a bañarnos en el río y comer las deliciosas comidas que ella preparaba. A veces íbamos hasta la Boca del Tigre”, una  entrada al río con una pequeña línea de arena fina,  por dónde se cruzaba el Yaguarón caminando, cuando había bajante.  
 

Quedaba a pocas cuadras del pueblo, frente al bosque de eucaliptos, allí vivía “Andrea”, una morena que se sospechaba había sido esclava. No se sabía muy bien dónde era su casa dentro del bosque, ella desaparecía entre los eucaliptos como si se desvaneciera, para aparecer por la calle principal del pueblo como un fantasma. 
 

Flaca y ágil, toda vestida de rojo, pollera, blusa, pañuelo en la cabeza, alpargatas y bolsa de tela al hombro. Deambulaba entre las calles, dónde los pobladores la provocaban con los caudillos de la época.


-¡Andrea! ¡Viva Batlle!                                           
 
-¡Y al que no le gusta que se calle! Gritaba con una voz cascada y aguardentosa.
 
-¡Andrea! ¡Viva Herrera!
-¡Que se vaya a sacar la piojera! Gritaba furiosa y mascullaba en voz baja cosas ininteligibles.

Sus ropas raídas y descoloridas, su pelo una maraña bajo el pañuelo, y su paso inseguro  se perdían entre los eucaliptos. Nunca se supo cuándo ni como murió.
 

A veces pasaba temporadas sola, la cuidado de mi abuela, que también era mi madrina.  Ella me bañaba, me peinaba, me vestía y me ponía un delantal de organdí bordado, cosido por mi madre con flores o animales bordados, y me dejaba sentarme en el escalón del zaguán, mientras realizaba las tareas.
 

Si pasaban las “Quitanderas”, el verdulero o el lechero, yo debía avisarle, para que realizara las compras del día. Las Quitanderas venían a caballo, con la maleta, (una bolsa blanca de lino), cruzada sobre la cabeza del caballo, frente a la montura, dónde llevaban, rapaduras, goiabada, ticholos, manteca en lata, azúcar negra, tesoros que yo apreciaba mucho y que deseaba probar.


El lechero tenia un carro bajo tirado por un petizo, dónde se apilaban los tarros de leche recién ordeñada. Él medía con una jarra y vertía el liquido en la lechera, recipiente que iría directo al fuego para hervirlo.  
 
Y el verdulero llegaba con su carro cargado de frutas y verduras, que pesaba con una balanza romana, y que luego serían transformadas en sabrosos platos y dulces deliciosos. 
 

Era un día soleado y tranquilo, yo estaba sentada en el escalón, distraída viendo los pobladores y esperando para avisar la llegada delos vendedores, cuando de pronto apareció frente a mi “La Paloma Blanca”. Una mujer vieja (sesentona), con un  delantal blanco y un pañuelo blanco impecable. Ante mi asombro quiso tomarme de la mano y me dijo algo que no recuerdo, que me asustó de tal manera, que sólo atiné a gritar: ¡Abuela!!!.
 

Ella apareció  en la puerta del zaguán como por encanto, parecía una tigresa, le hablaba fuerte, enojada y la amenazó si volvía a asustarme. Yo temblaba, recostada a sus piernas y a su cuerpo.  La Paloma desapareció gesticulando y moviendo los brazos, como un pájaro al iniciar su vuelo. No recuerdo  haberla visto alguna otra vez por el pueblo. 
 

Había otro personaje, “Pedro”, era un hombre  de unos cuarenta años, vestido con un  traje marrón de tela gruesa, gastado y zapatos que alguien le había regalado, porque era mas grandes que sus pies. También  llevaba una bolsa al hombro. Había sido rubio, pero su pelo desgreñado y su barba sucia no permitían apreciar sus facciones.   

   
Caminaba lento por la calle y a veces se sentaba en el gran escalón que formaba la calle y la vereda, para prevenir las inundaciones, a la sombra de los Plátanos.

Entonces alguien pasaba y le decía sin compasión:

-¡Llora Pedro, llora por el finadito!
Y el hombre se ponía a llorar sin consuelo, bajito. Era triste verlo y oírlo.

En realidad lo llamaban “Llora Pedro” por el drama que había marcado su vida. Había sufrido un ataque de catalepsia y lo dieron por muerto y lo enterraron.

El sepulturero del pueblo estaba  cubriendo con tierra el ataúd, cuando sintió la voz de Pedro pidiendo auxilio y lo desenterró, ante el asombro de todos. Pero Pedro nunca pudo recuperarse, por eso vagaba por las calles y lloraba desconsolado por él mismo.

Las veredas del pueblo sombreadas por los plátanos centenarios y la fresca brisa que llegaba del río convidaban a la siesta en los  días tranquilos, mientras transcurría el verano junto a mis abuelos.     

                           
 
Ahora la casa de mis abuelos destruida  y con un cartel de Se Vende, el bullicio de los autos, motos, bicicletas, la gente, los Free Shoop, las calles sin Plátanos, las veredas bajas,  dónde el tórrido sol se concentra  y el gas de los vehículos que  ahoga, hacen que el  recorrido del auto sea lento  y sofocante, devolviéndome a mis nostalgias, de Sulkys y Volantas, de juegos y cantos infantiles, y anécdotas de mi infancia en Río Branco, dónde nací.






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